*Antes, le había dado a Guam el mote de Isla de los Ladrones
El navegante portugués, Fernando de Magallanes quien murió el 27 de abril de 1521 en combate en Mactán -hoy Filipinas- había partido de Sevilla en 1519, con el fin de darle la vuelta al mundo a través de los Océanos Atlántico y Pacíficoo
No logró su objetivo, desde luego y el accidentado viaje, fue completado por el marino español, Juan Sebastíán Elcano, con sólo 17 supervivientes, de una tripulación de 240 con la que se partió de España.
Pero poco antes de su muerte, el 6 de marzo de 1521, Magallanes arribó a lo que hoy se conoce como Guam, a la que bautizó como La Isla de los Ladrones.
¿Qué pudo haber pasado para que el lusitano le endilgara a lo que hoy se conoce como Archipiélago de Las Marianas, semejante nombrecito que parece extraído de una Banana Republic?
En diversos portales, incluso en de la National Geographic, se cuenta la historia, que describe de igual manera otro portal, Reto Histórico, reseñando la llegada de los aborígenes, los nativos de Guam, a los navíos españoles
Se aproximan a las naos, supuestamente atraídos por la curiosidad, en unas canoas armadas con velas triangulares, los que les da una velocidad nunca observada en las civilizaciones de aquellas latitudes. Los europeos quedaron fascinados por la increíble maniobrabilidad de las pequeñas embarcaciones, llegando a afirmar que “parecían volar”.
En estas barcas llevan comida, lo que se supone van a ofrecerles, seguramente como regalo u ofrenda, pero algo ven los españoles en ellos que no les gusta y rechazan la visita de los isleños. Los chamorros parecen no hacerles caso y suben a bordo de la nao – se supone que la Victoria- de forma sorpresiva y muy ágil.
El susto de la tripulación es mayúsculo, están bajos de fuerzas -llevan semanas sin alimentos comiendo cuero hervido y ratas- y los isleños parecen aprovechar la situación y se apoderan de todo lo que ven. Los marinos tratan de repelerlos y en cuestión de minutos abandonan la nave llevándose consigo numerosos objetos del buque, lo curioso es que a bordo dejan frutas y algunos pequeños animales (según algunos historiadores sería un cerdo y algunas gallinas, aunque no está muy claro a qué se referían con un cerdo, ya que no existían como tales en aquellas latitudes*)…
Ochenta años después, el pirata holandés Oliver Van Noort, tendría la ocasión dee comprobar lo acertado del nombre que Magallanes le colocara a la isla: Los aborígenes, rodearon su nave con sus canoas, le exigieron hierro y lograron sacar todos los clavos de la embarcación y además, se apoderaron de todo lo que encontraron a su paso según reseñara el propio navegante en su diario.
Magallanes, cayó en badalla el 27 de abril, cuando escudado sólo por 49 de sus hombres, imposibilitado por las condiciones topográficas de utilizar sus cañones. enfrentó a los nativos en la isla de Mactán -o Matan- actual Filipinas. El italiano Antonio Pigafeta, quien integraba la expedición desde su partida de Sevilla en 1519, describió en su diario las circunstancias en que halló la muerte del comandante quien dando muestras de heroísmo y solidaridad, , logró salvar del desastre total a sus marinos.
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El 27 de abril, encontramos a los isleños en número de mil quinientos, formados en tres batallones, que en el acto se lanzaron sobre nosotros con un ruido horrible, atacándonos dos por el flanco y uno por el frente. Nuestro comandante dividió entonces su tropa en dos pelotones: los mosqueteros y los ballesteros tiraron desde lejos durante media hora sin causar el menor daño a los enemigos, o al menos muy poco, porque aunque las balas y las flechas penetrasen en sus escudos, formados de tablas bastante delgadas, y aun algunas veces los herían en los brazos, eso no les detenía, porque tales heridas no les producían una muerte instantánea, según se lo tenían imaginado, y aun con eso se ponían más atrevidos y furiosos. Por lo demás, fiándose en la superioridad del número, nos arrojaban nubes de lanzas de cañas, de estacas endurecidas al fuego, piedras y hasta tierra, de manera que nos era muy difícil defendernos. Hubo aun algunos que lanzaron 77 estacas enastadas contra nuestro comandante, quien para alejarlos e intimidarlos, dispuso que algunos de los nuestros fuesen a incendiar sus cabañas, lo que ejecutaron en el acto. La vista de las llamas los puso más feroces y encarnizados: algunos aun acudieron al lugar del incendio, que devoró veinte o treinta casas, y mataron en el sitio a dos de los nuestros. Su número parecía aumentar tanto como la impetuosidad con que se arrojaban contra nosotros. Una flecha envenenada vino a atravesar una pierna al comandante, quien inmediatamente ordenó que nos retirásemos lentamente y en buen orden; pero la mayor parte de los nuestros tomó precipitadamente la fuga, de modo que quedamos apenas siete u ocho con nuestro jefe. Habiendo notado los indígenas que sus tiros no nos hacían daño alguno cuando los dirigían a nuestras cabezas o cuerpos, a causa de nuestra armadura, pero que teníamos sin defensa las piernas, en adelante sólo dirigieron a éstas sus flechas, sus lanzas y sus piedras, en tal cantidad que no nos fue posible resistir. Las bombardas que teníamos en las chalupas no nos servían de nada a causa de que los bajíos no permitían a los artilleros aproximarse a nosotros. Siempre combatiendo nos retiramos poco a poco, y estábamos ya a la distancia de un tiro de ballesta, teniendo el agua hasta las rodillas, cuando los isleños, que nos seguían siempre de cerca, empezaron de nuevo el combate, arrojándonos hasta cinco o seis veces la misma lanza. Como conocían a nuestro comandante, dirigían principalmente los tiros hacia él, de suerte que por dos veces le hicieron saltar el casco de la cabeza; sin embargo, no cedió, combatiendo 78 nosotros a su lado en reducido número. Esta lucha tan desigual duró cerca de una hora. Un isleño logró al fin dar con el extremo de su lanza en la frente del capitán, quien, furioso, le atravesó con la suya, dejándosela en el cuerpo. Quiso entonces sacar su espada, pero le fue imposible a causa de que tenía el brazo derecho gravemente herido. Los indígenas, que lo notaron, se dirigieron todos hacia él, habiéndole uno de ellos acertado un tan gran sablazo en la pierna izquierda que cayó de bruces; en el mismo instante los isleños se abalanzaron sobre él. Así fue cómo pereció nuestro guía, nuestra lumbrera y nuestro sostén. Cuando cayó y se vio rendido por los enemigos, se volvió varias veces hacia nosotros para ver si habíamos podido salvamos. Como no había ninguno de nosotros que no estuviese herido, y como nos hallábamos todos en la imposibilidad de socorrerle o de vengarle, nos dirigimos en el acto a las chalupas que estaban a punto de partir. Fue así cómo debimos la salvación a nuestro comandante, porque en el instante en que pereció, todos los isleños se dirigieron al sitio en que había caído.
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