Por el momento, nadie se ha puesto de acuerdo sobre la época en que vivió, aunque algunos afirman que el hecho ocurrió entre el 855 y el 857, fecha en que según los anales históricos, Benedicto III ocupaba el solio papal. Por esto, hay quienes sostienen que Benedicto era un disfraz, que ocultaba una identidad femenina. Otros señalan algo diferente: Juan VIII, papa entre los años 872 y 882, era en realidad Juana La Papisa. Los relatos afirman que Juana habría nacido en cercanías de Maguncia, en Ingelheim am Rhein y que para poder cursar los estudios eclesiásticos en la comunidad Juan Apóstol, de origen anglosajón, decidió disfrazarse de hombre. Es bueno recordar que en esos tiempos, las mujeres tenían, tal como hoy, prohibido el ejercicio sacerdotal. Pero bien pronto, Juana –o Juan, según se crea- se destacó por su devoción, su férrea vocación y por una inquebrantable dedicación al aprendizaje. En un momento difícil para el catolicismo, cuando ya los prelados habían dado muestras de debilidades frente al sexo opuesto y eran muchos los escándalos que suscitaban, Juana –o Juan- sobresalía por su virtuosismo y una castidad a toda prueba, rechazando cualquier intento femenino por atraerla. (Esto último era natural, si como se cree hoy en día, era en verdad una mujer) Tales méritos, según el historiador Martín el Polaco, esta rectitud de costumbres, llevaría a Juana a los más altos cargos jerárquicos de su comunidad y a visitar las cortes de Constantinolpla, donde conoció a la emperatriz Teodora, ya bastante anciana, Por consejos de la soberana se trasladó a Atenas donde, siempre disfrazada de hombre, estudió medicina con el rabino Isaac Israeli y más tarde llegó a Francia a la corte de Carlos el Calvo, de la dinastía de los francos, en la que por su capacidad intelectual, ocupó varios cargos docentes. Sus éxitos y sobre todo, su dedicación a la vida monástica y su castidad a toda prueba –que no era virtud de los monjes- llegaron a oídos del Papa León IV quien, sin mayores requerimientos, la convirtió en su secretaria para asuntos internacionales. De allí al papado, sólo había un paso. Juana fue elegida papa a la muerte León IV, y adoptó uno de los dos nombres señalados en principio: Benedicto III o Juan VIII, en el año 855- Aquí aparece de nuevo la leyenda. Según Martín el Polaco, Juana se enamoró de una manera total, absoluta e irrefrenable del embajador Lamberto de Sajonia , lo que causaría su perdición, el escándalo más brutal de cuantos se conocieran hasta entonces, y una vergüenza absoluta para la Iglesia Católica. Según el historiador, Juana quedó embarazada de Lamberto, pero gracias a sus precauciones y a la amplísima vestimenta papal, logró ocultar su estado, mediante el recurso de evitar –como siempre lo había hecho hasta entonces- que los camarlengos o ayudantes de cámara la ayudaran a cambiarse de ropas. Su sexo seguiría oculto por un tiempo, pero un día, en el trayecto entre El Vaticano y Letrán, frente a la Iglesia de San Clemente, Juana parió allí, frente al público dejando a todos asombrados, Según Martín el Polaco, Juana murió a consecuencias del parto, en el que no fue atendida por médico alguno. Según otro historiador, Jean de Mailliy, la multitud enfurecida, apedreó a Juana hasta morir, luego de ser arrastrada por la vía púbica durante media legua , pereciendo allí también su vástago, según se dice, un varón. A raíz del hecho, las procesiones dejaron de pasar por la Iglesia de San Clemente.
LA IGLESIA NO DEJA ESPACIO PARA EL SUCESO PERO… Los anales de la Iglesia Católica, no dejan ningún espacio donde colocar a la Juana entre los papas León IV y Benedicto III. El segundo habría reemplazado al primero de forma inmediata, muy a pesar de que Benedicto debió esperar algunos días para posesionarse de la dignidad pontifical. Sin embargo, esto no mata la leyenda, que todos dieron por cierta hasta el siglo XVI, cuando fue rechazada de raíz por la Iglesia Católica. Quienes apoyan la hipótesis de la existencia de Juana y de su arribo al más alto cargo en la jerarquía eclesiástica, afirman que las denominadas “silla curiales” que son emblema de las colegiatura romana. Tales sillas, que están perforadas en el sitio exacto donde quedan los genitales de un hombre sentado, son la prueba de que Juana sí fue real. Según Martín el Polaco, a partir de entonces, los pontífices elegidos, tenían que sentarse en tales muebles, desnudos en su totalidad, hasta cuando un eclesiástico observara con gran detenimiento sus atributos viriles- Entonces, el encargado de tal menester decía “Duos habet et bene pendentes” (Tiene dos y cuelgan bien). ¿Se resolverá alguna vez este enigma? ¿Está hoy el mundo interesado en que se aclare de una vez por todas este episodio? Hasta el momento, los papas no han vuelto a pronunciarse
Por: Nuestro Edito Pepe Sanchez
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