A un mes de la partida de mi madre, este homenaje que le rinde José Gabriel Coley
La semana pasada me llamó desde Bogotá mi prima Mabél con dos propósitos básicos: qué escribiera unas palabras para la misa del mesario de su mamá y qué le aclarara cómo termina el poema “Conde niño”. Sobre lo primero ya lo estoy cumpliendo, y de lo segundo le respondí enseguida de memoria: “De ella nació una jilgarza/ de él un fuerte gavilán/ juntos vuelan por el cielo/ juntos vuelan par a par”. Hecha la aclaración, Mabe tomó atenta nota y lo mandó a imprimir a modo de tarjetas que hoy tienen ustedes en sus manos y que evidencian el amor de sus padres del cual ella es su tercer fruto.
Había escuchado desde siempre ese bello poema declamado por mi tía Olga, y cada vez que iba a concluirlo yo escuchaba la expresión “jilgarza”, al conjuro de sus labios. Nunca me detuve a investigar qué era una jilgarza, sobre todo por lo melodioso y musical de la palabra, que para mí existía desde antes de tener uso de razón; y, desde luego, antes de que yo descubriera a la poesía como un acto creador.
Tal vez en mi inconsciente verbal nunca quise eliminar de mi léxico la hermosa designación que pájara alguna pudiera ostentar, y quedó habitando dentro de mí asociada definitivamente a mi tía Olga. No sé, me gustaba el término. Me gusta. Es una mezcla entre jilguero y garza, imposible para la genética, pero no para la poesía. Y así seguramente también lo captó el gavilán de mi tío José Daniél, mi padrino. Para él ella no era “una ágil garza”, como en realidad dice el poema sino que, por apócope, era una jilgarza, única, verdadera e irrepetible.
Sí, mi tía Olga era excepcional. Con todo el amor que le tuve, y que aún le tengo desde mis recuerdos de niñez, debo reconocer con honestidad que era pretenciosa. Aunque practicó hasta cuando pudo como madre católica, no fue
humilde, ni se creyó menos que nadie ni se dejó “por de bajear”. Esa maestra morenita y menuda que tantas generaciones educó y que cautivó toda la familia de su esposo (tanto por los Sánchez como por los Molinares gentes de tes blanca, ojos azules y de los clubes sociales), hace un mes nos abandonó después de los 111 años cumplidos. Jamás pudimos demostrar, probar o comprobar su edad como récord distinguido porque, según me dijo mi tía Laciana, que quienes la conocieron saben que nunca le tapó nada a nadie, adulteró su cédula no una sino dos veces. Vaya si tenía esa bendita vanidad femenina. O de pronto lo hizo intentando robarle tiempo al tiempo real para engañar a Dios un rato y acompañarnos más a nosotros.
Era barranquillera como la que más, rebolera de la calle San Francisco y había nacido un 8 de febrero, sábado de carnaval; dos días después mi tío José Daniel, el 10, lunes de carnaval, en el colindante barrio San Roque. Perdón, pero es imposible hablar de mi tía Olga sin hacerlo igual del inolvidable viejo Sánchez, ya que siempre fueron, desde que nacieron, uno solo. Por ello en la noche final del 20 de julio volvieron a re-unirse. Era inevitable: el gavilán se llevó su jillgarza, su otra mitad.
He aquí Mabél del Socorro, prima hermana, la justificación de mi error sobre el poema “Conde niño”, que gracias a tu solicitud de que escribiera éste homenaje póstumo, pude enmendarlo. No le escribí a mi mamá, Delia, la primera en marcharse, ni con Chachi que tanto me protegió, ni con mi tía Maruja, que además fue mi madrina y mi maestra; pero para ésta jilgarza, la última en partir de esas cuatro madres que tuvimos la fortuna de disfrutar, era totalmente imprescindible.
José Gabriel Coley
Barranquilla, agosto 20 de 2019
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