Por: José Gabriel Coley
Fueron 210 minutos, con 2 empates y 2 penales botados (ni siquiera tapados), sin calambres, espasmos ni culillos, dominantes, donde jugamos el fútbol que los brasileiros nos enseñaron en Barranquilla y que últimamente quieren olvidar. Más que todo en el Sur de ese país, pues practican el mezquino pelotazo paraguayo. Si, allende al rio Paraná que los limita, o más bien los une.
No tienen armonía, tejido de pases, talento; ni en los pies ni en la cabeza. En cambio, los rojiblancos fueron los vistosos, los de las situaciones de gol, los del “jogo bonito”, que nos recuerdan a Dida, Valentín y Garrincha; o D’Acuña, Airton, Víctor, Paulo Cesar Lima y tantos otros que a los jóvenes no les suenan (favor consultar al doctor Google). En ese entonces (años 60), no subíamos de media tabla porque lo que primaba era el arte dibujado con el balón en el césped, no la cifra del resultado. Éramos una pasión sin títulos. Lúdica.
Pero el fútbol entre los cariocas, tal parece, dejó de ser un poema de amor con la pelota. Su último inspirado fue Ronaldiño que hacía sonreír con sus gambetas. De eso se trata, no del acto tan simple y brutal de patear, ya que no tenemos patas. Y eso lo demostró el Junior, tanto aquí como allá.
Evidentemente el fútbol es de resultados y a pesar de haber puesto el juego, la inteligencia y la creatividad, se botaron en la tanda desde los 12 pasos 2 penales más. Repito, botamos 2 más, tampoco los atajaron. Pero la historia no dirá lo bien que jugamos sino que perdimos.
A propósito y después de México 70, la selección de Brasil 82 y 86 fueron espléndidas pero no ganaron. Tampoco se coronaron campeones en su casa en 1950 y 2014. Ellos también tienen su “fucú”. El de nuestro Junior son los penales, 4-3, pero “más que la cifra el afecto”, como dice el poeta.
Barranquilla, 13 de diciembre de 2018.
Nota: volveré el domingo 16, día de la novena.
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